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Argumento:
Después de ser adaptado al cine “El código Da Vinci”, el best-seller de Dan Brown, era previsible que se llevara a la pantalla la novela precuela, o sea, “Ángeles y demonios”. Aunque como los productores son muy espabilados –y la inverosimilitud de la saga lo permite–, Ángeles y demonios se convierte en secuela de El código Da Vinci, y todos tan contentos.
La cosa arranca en el Vaticano, en período de sede vacante. El Papa ha muerto, y el colegio cardenalicio debe reunirse en cónclave para elegir a su sucesor. Al tiempo, unos desampresivos, más tarde identificados como la antigua secta de los Illuminati, irrumpe en un experimento de antimateria que se realiza en el acelerador de partículas del CERN, y roban un “cachito” de antimateria, potencial bomba de poder devastador, que esconden en un lugar no especificado del Vaticano. Estos villanos dejan un mensaje que sólo puede interpretar un experto como el profesor en simbología Robert Langdon, que es requerido por el Vaticano para cooperar en la investigación. Poco importa que en el pasado Langdon descubriera que la Iglesia es un montaje, que Cristo no resucitó y que se casó con la Magdalena: pelillos a la mar, hace falta su sabiduría, y además la cosa se ha complicado porque los Illuminati han secuestrado a los cuatro cardenales con más posibilidades de convertirse en Papa. El tiempo corre, porque la bomba de antimateria es muy inestable, pero para el Vaticano corre también Langdon, que contará con la ayuda de una científica italiana, y con la del jefe de policía vaticana; más pegas pone el jefe de la guardia suiza, pero habrá que "torearlo". En cuanto a los monseñores, hay uno mayorcito, el cardenal Strauss, que parece bastante siniestro, y otro con la mente más abierta, el camarlengo o jefe interino de la Iglesia mientras no se designa el nuevo pontífice.
De la descripción de la trama, y no hemos cargado demasiado la mano, se deduce fácilmente que estamos ante una de esas historias disparatadas a las que tan aficionado es Dan Brown. De modo que el esquema es un Langdon-Tom Hanks en plan sabihondo pitagorín, diciendo cosas elementales, que cualquier persona con cultura general sabría, con la seriedad de quien descubre los más ocultos secretos de la Iglesia. Y con la clásica estructura de pistas, de “juego de la oca” (de oca a oca, y tiro porque me toca), nos hace recorrer toda Roma con coches derrapando, de un modo ridículo, pero que trata de crear una tensión inexistente durante la primera hora de metraje. La imagen de la Iglesia es completamente humana, una estructura de poder, con unas creencias que no se sabe bien para que sirven. De modo que el conflicto fe-ciencia, que podía revestir algún interés, carece de él, sobre todo porque no se toma en serio, realmente no se plantea siquiera. Eso sí, la liturgia, la imaginería, tienen un empaque que nadie puede negar, y el film se aprovecha de ellas.
Luego, concedámoslo, la cosa se anima un poco, desde la escena en los archivos vaticanos, hasta culminar con ese clímax tan potente visualmente, en plena y nocturna Plaza de San Pedro. Pero como cuando no se tiene miedo al ridículo, no se tiene, en la resolución se produce una pirueta imprevisible, conejo en la chistera de un mal mago, que no se sostiene de ninguna de las maneras. La suerte que tiene Ron Howard es un presupuesto muy holgado, que le ha permitido rodar escenas muy espectaculares, y hacer creíbles escenas en la Plaza de San Pedro, y en el interior de la Basílica.
De actores y personajes, poco hay que decir, son tan esquemáticos, que no dan mucho de sí. Quizá donde se ha producido un avance notable es en Tom Hanks: desde luego el peinado que luce en este film resulta bastante más razonable que el horrible tupé que exhibía en El código Da Vinci.
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