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Argumento:
En un tono muy irónico comienza este afortunado film en un campo de prisioneros alemán. Estamos naturalmente en la Segunda Guerra Mundial. Aunque su realizador Billy Wilder tuviera que escapar de los nazis por su origen judío, no vemos ningún atisbo de rencor en sus imágenes. El carcelero no es otro que Sig Ruman (11 de octubre, 1884 – 14 de febrero, 1967), un actor judío que también tuvo que huir de Alemania por los mismos motivos, especializándose en papeles de villano cómico en películas de los hermanos Marx, Ernst Lubitsch y del propio Wilder.
Nos encontramos pues a un carcelero simpático, agradable, a quien todos los presos gastan bromas. Wilder pretende rompe con el maniqueísmo propio del cine estadounidense sobre estos temas en los que se presentaba a los alemanes como si fueran todos unos desalmados.
Pero, ojo, la ironía del cineasta nacido en el Imperio Astrohúngaro, enseguida hace su aparición. Unos soldados americanos algo gamberretes se pasan el día con sus juergas. La imagen del tópico campo de internamiento se hace añicos. Eso no quiere decir que el “enemigo” sea amenazador, un enemigo que cumple con sus obligaciones a rajatabla pero están muy lejos de los villanos de mirada torva tan caros al cine hollywoodense.
En las primeras secuencias William Holden, al igual que El crepúsculo de los dioses, nos habla en primera persona para introducirnos en la acción. Stalag 17, título inglés, hace referencia a su barracón en la que Holden, convertido en un caradura trapisondista, sólo piensa en vivir lo mejor posible.
Pero en Stalag 17, el barracón 17, hay un traidor que informa al enemigo de todas sus acciones. La película entonces se decanta en los senderos de la intriga de una forma eficaz.
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